6
de noviembre de 2013 -
Fuga de cerebros. Es el término que se
utiliza para describir la migración de
muchos italianos jóvenes, muy preparados
desde una perspectiva profesional y
científica, hacia otros países, no sólo los
europeos, donde logran encontrar trabajo y
reconocimiento. Fuga de cerebros. Es una
expresión que no me gusta, porque los
cerebros —en los países libres— son libres
y, hoy, pueden llegar a todas partes,
gracias a las nuevas tecnologías de la
comunicación. La única jaula que puede
encarcelarlos es su cuerpo.
Si los “cerebros” se van de Italia es porque
están huyendo de su “cuerpo”, demasiado
viejo para permitirles expresarse o, por lo
menos, para que pueda aprovechar su trabajo.
Italia es un país de gente vieja (datos del
ISTAT, 2012). El segundo en Europa después
de Alemania que, sin embargo, puede darse el
lujo de envejecer ya que atrae a los mejores
jóvenes de otras naciones. Incluyendo los
nuestros. El problema es que los italianos
no somos conscientes de nuestra edad,
precisamente porque estamos envejeciendo, y
entonces nos imaginamos “jóvenes” hasta los
40 años. Y nos negamos a envejecer.
Según los italianos —aunque parezca absurdo—
para considerarse viejos es necesario tener
más de 84 años de edad (encuestas Demos).
Teniendo en cuenta la duración media de la
vida, por lo tanto, en Italia se acepta ser
viejos sólo después de la muerte. Los
jóvenes, en Italia, son cada vez menos. Al
igual que los hijos. La tasa de fertilidad
por mujer es de 1.4.
Entre las más bajas del mundo. Y si el
descenso de la población se ha interrumpido,
desde hace algunos años, se debe a la
aportación de los inmigrantes que, sin
embargo, no alteró nuestra auto-percepción,
porque nosotros seguimos envejeciendo y
teniendo pocos hijos, mientras ellos son
jóvenes y fértiles. En otras palabras, hemos
replicado las fronteras aun adentro de
nuestro propio país, a tal punto que los
inmigrados siguen siendo extranjeros incluso
cuando son italianos desde hace varias
generaciones. Incluso cuando se convierten
en ministros... y seguimos envejeciendo sin
darnos cuenta y sin aceptarlo.
Nosotros invertimos nuestros recursos en la
atención a la salud, como debe ser. Lo
hacemos mucho menos en la escuela, en la
capacitación y en la universidad (palabra
que, desde hace algún tiempo empecé a
escribir con minúscula). Es decir, en los
jóvenes. En sus hijos. En el futuro. De
ellos —de los niños y de los jóvenes— se
encargan los adultos. De hecho, casi 8 de
cada 10 italianos entre los 18 y los 38 años
(y casi 3 entre los 30 y los 34) siguen
viviendo con sus padres (ISTAT, 2011).
Realmente no “viven”, con ellos, sólo
residen. Es decir, utilizan a la vivienda y
a sus demás ocupantes para hacer frente a
una situación laboral cada vez más precaria
e intermitente.
Los datos, en este sentido, son explícitos y
despiadados. Italia es el país con la mayor
tasa de desempleo juvenil en Europa. Más del
40% (entre los 15 y los 24 años), con un
nuevo aumento en 2013. En las regiones del
sur se alcanza casi el 50%. Y no sólo eso:
Italia es también el país de los “NiNis”, o
sea de los que “Ni” estudian, “Ni” trabajan.
En el país de la bota son alrededor de 2
millones: la peor cifra en los países de la
OCDE después de México, donde —según algunas
encuestas— la cifra alcanza los 7 millones.
Los jóvenes en Italia son, en resumen, una
generación precaria y desempleada. Son pocos
y no salen a las calles, como hacían en el
pasado. Un camino que México no debe seguir.
(ilvo diamanti /
repubblica.it / puntodincontro.mx /
adaptación y traducción al español de
massimo barzizza)
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