23 luglio 2012 - Dopo aver messo il CD nello stereo, si sedette sul divano e cominciò ad ascoltare la Sonata Claro de Luna di Beethoven; mise le mani sul tavolino che si trovava in mezzo alla sala di casa sua e, una volta sicura di essere da sola, cominciò a muovere le dita —le piccole e agili estremità di una bambina di 10 anni— sulla tastiera immaginaria, senza sapere bene da che parte le doveva dirigere.

 

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Carla Acosta, Sì, mi chiamano Mimì. Dalla Bohème di Giacomo Puccini

 

A quel punto, Carla era già la protagonista indiscutibile, la diva del concerto sul palcoscenico dell'auditorio affollato dove migliaia di occhi la osservavano, ammiravano e invidiavano mentre suonava quell'enorme pianoforte nero (i modelli bianchi non le erano mai piaciuti). I riflettori erano troppo brillanti, spiccavano sullo sfondo nero e la abbagliavano, ma c’era già abituata. I piedi le penzolavano dallo sgabello e il vestito bianco che indossava era senza dubbio esageratamente austero, però a lei piaceva così.

La Sonata finì, e assieme lei, svanirono nel nulla la gente che applaudiva, l´auditorio e il bellissimo pianoforte; era ancora troppo presto.

 

 

A scuola, mentre giocava, faceva i compiti o ripeteva le preghiere che le suore le avevano insegnato, il suo pensiero tornava sempre all’anelata scuola di musica: se un giorno solo potesse riuscire ad andarci di sicuro diventerebbe la migliore alunna.

Paz e Carlos, i suoi genitori non credevano molto nelle espressioni della cultura e dell’arte, così, dopo aver insistito alcune volte sulla richiesta senza ottenere risultati, decise di andarci da sola.

Una volta lì, entrò in uno dei saloni; c´erano tre pianoforti… spalancò gli occhi… erano veri! Guardò e riguardò per assicurarsi che non fossero di nuovo tavolini da centro sala… erano veramente pianoforti! Il cuore le batteva in fretta, e sentì la gioia profonda di vedere finalmente avverato ciò che fino a quel momento era stato solo un sogno.

Dopo una serie d´interrogatori (risposti piuttosto male) si sedette di fronte al piano; davanti alla sua faccia c’erano dei fogli che il professore chiamava spartito e si rese conto che non era roba nuova per lei: i brevi, i semibrevi e i pentagrammi disegnati sulla carta li aveva già visti da qualche parte, li conosceva bene. Il perché non lo sapeva nemmeno lei. Forse un sogno… forse la sera della Sonata Claro de Luna e del concerto immaginario c’erano anche loro.

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*Carla Gabriela Acosta Villavicencio —autrice di questo articolo— è nata a Mulegé, dove ha trascorso infanzia e adolescenza prima di dedicarsi alla sua passione e professione: la musica lirica, il cui studio l'ha portata a trascorrere un anno a Torre del Lago, in Italia. Attualmente è collaboratrice di Punto d'incontro online.

 

(carla acosta / puntodincontro)

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23 de julio de 2012 - Después de haber metido el CD al estéreo, se sentó en el sillón a escuchar la “sonata claro de luna” de Beethoven, puso las manos sobre la mesita que se encontraba en medio de la sala de su casa y, una vez segura de estar sola, comenzó a mover los dedos —las pequeñas y ágiles manos de una niña de 10 años— sobre el teclado imaginario, sin saber exactamente hacia donde las debía dirigir.

En aquél momento, Carla ya era la protagonista indiscutible, la diva del concierto sobre el escenario del auditorio repleto, desde el cual miles de ojos la observaban, admiraban y envidiaban, mientras tocaba aquel enorme piano negro (los pianos blancos nunca le habían gustado). Los brillantes reflectores resaltaban sobre el fondo negro y la deslumbraban, pero ella ya estaba acostumbrada.

Los pies le colgaban del banco y el vestido blanco que llevaba puesto, era —sin lugar a dudas— demasiado austero, pero a ella le gustaba así.

La sonata terminó y, junto con ella, se desvanecieron la gente que aplaudía, el auditorio y el hermoso piano. Y, otra vez, muy pronto.

En el colegio, mientras jugaba, hacía las tareas y repetía las oraciones que le habían enseñado las monjas, su pensamiento viajaba siempre a la anhelada Escuela de Música. Si tan solo un día pudiera ser aceptada para estudiar ahí, seguramente se convertiría en la mejor alumna...

Paz y Carlos, sus padres, no creían mucho en esas cosas de la expresión de la cultura y el arte y, así, después de haber insistido para que la llevasen a la Escuela de Música sin obtener resultados, Carla decidió ir sola.

Entró a uno de los salones, había tres pianos. Abrió los ojos... ¡Eran  de verdad! Miró y volvió a mirar para asegurarse que no eran mesitas de centro de sala.

Eran pianos reales! El corazón le latía rápidamente y sintió la profunda alegría de ver como se volvía realidad eso que hasta ese momento había sido sólo un sueño.

Después de una serie de interrogatorios (mal respondidos, por cierto) se sentó al piano. En frente de ella había unas hojas que el profesor llamaba “partituras” y se dio cuenta que no se trataba de algo nuevo: ya había visto las negras, las corcheas y los pentagramas en alguna parte, las conocía bien. El porqué ni siquiera ella lo sabía. Tal vez en un sueño… tal vez la tarde de la “sonata claro de luna” y del concierto, estaban ahí... ellas también…

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*Carla Gabriela Acosta Villavicencio —autora de este artículo— nació en Mulegé, donde pasó su infancia y adolescencia antes de dedicarse a su pasión y profesión: la ópera, cuyo estudio la llevó a transcurrir un año en Torre del Lago, Italia. En la actualidad es colaboradora de Punto d'incontro online.

 

(carla acosta / puntodincontro)