27 gennaio 2013 - Piccola fenomenologia delle bugie dette ai bambini.

«Se non la smetti di frignare ti lascio qui e me ne vado»; «Se non fai silenzio quella signora si arrabbia»; «Non posso comprartelo perché ho scordato a casa il portafogli»; «Oggi non facciamo in tempo, ci andiamo la prossima volta»; «Il tuo pesciolino rosso lo abbiamo spedito all’Acquario di Genova dove c’è più spazio»; «Se guardi troppa tivù diventi cieco».

L’intensità cambia, il risultato no: (quasi) tutti i genitori mentono ai figli. Per impazienza, per imbarazzo, per inadeguatezza. È sempre necessario? O non bisognerà porsi la questione morale su quando e se è giustificabile?

La domanda è sollecitata dallo studio appena pubblicato sull’International Journal of Psychology, «Le bugie strumentali dei genitori negli Stati Uniti e in Cina», in cui vengono analizzate le risposte di duecento famiglie nei due Paesi. Senza particolari differenze, salvo un più alto livello di accettazione delle bugie «strumentali» in Oriente, dove scuse del tipo «se mangi i broccoli diventi più alto» sono perfino incoraggiate.

La storia della pedagogia ci è poco utile a dirimere la matassa, visto che ciclicamente leggiamo saggi che smentiscono i precedenti e quindi le bugie veniali che per lo psicoterapeuta francese Marcel Rufo facevano bene ai bambini diventano dolose per la psicologa americana Gail Heyman.

Più che alla teoria, allora, meglio affidarsi all’esperienza. Possibilmente la propria. O degli altri, se «titolati». Come lo scrittore Sandro Veronesi, da due giorni papà per la quinta volta, che può quindi vantare un discreto allenamento (il figlio più grande ha 22 anni). Racconta: «Tendo a non dire mai bugie, a considerarlo grave e a far sentire gravi quelle dei miei figli. Cerco di farne un tabù, perché le situazioni di menzogna sono il male assoluto nelle relazioni adulte. Certo, bisogna dare il buon esempio, e ci sto attento». Unica eccezione: «Le bugie bianche, quelle che hanno a che fare con la magia della vita: l’alternativa sarebbe la verità aristotelica». Un esempio, a parte Babbo Natale: «È tradizione della mia famiglia andare a cercare le lucciole di notte. Quelle catturate le mettiamo dentro un bicchiere e il giorno dopo al loro posto faccio trovare delle monete».

Una delle menzogne più goffe e diffuse tra genitori separati è: «Il papà (o la mamma) è in viaggio», quando magari si tratta di un viaggio esistenziale, vive con una nuova compagna e ha un altro figlio. E ne capisci le conseguenze leggendo I mariti delle altre (Rizzoli) di Guia Soncini, cresciuta sapendo che il padre andava sempre in vacanza alle Maldive senza la mamma, con un amico.

«Queste sono le più assurde, insensate», replica Silvia Vegetti Finzi, già docente di Psicologia dinamica a Pavia. Per lei le bugie in genere non sono il male assoluto, anzi: «Sono degli ammortizzatori sociali, servono a solidificare i rapporti tra genitori e figli. Minacciare il bambino di abbandono non va bene, provoca angoscia. Ma ci sono storie e storie, il piccolo può essere indulgente: sa benissimo che non diventerà mai forte come Braccio di Ferro mangiando spinaci, ma gli piace crederci».

Per il pediatra Roberto Albani, esperto in relazioni familiari e autore di Come parlare ai nostri figli, si mente per due motivi: «La mancanza di fiducia nella capacità dei bambini di vivere la verità senza esserne travolti; la mancanza di rispetto per l’intelligenza del piccolo». Per lo specialista, la verità andrebbe sempre detta. Sia nelle piccole cose che in quelle grandi, perché non esistono bugie «a fin di bene». «A un bambino di quattro anni non avevano voluto dire che il papà era morto di incidente stradale, per non turbarlo: divenne isterico per la paura e per il dolore. Tutto cominciò a sistemarsi quando gli raccontarono la verità».

Ci sono poi quelle risposte che si danno perché colti alla sprovvista. «Come nascono i bambini?». E qui si va dal cavolo alla cicogna fino alla più audace «pancia». «Con il risultato che poi i nostri figli pensano che i neonati vengano fuori dall’ombelico», sorride la ginecologa milanese Stefania Piloni. «Mentre non ci sarebbe niente di male a spiegare in modo semplice che escono dalla farfallina, dalla patatina o come abbiamo deciso di chiamarla. A loro basta». Per qualche anno.

 

(elvira serra / corriere.it / puntodincontro / traduzione allo spagnolo di massimo barzizza)

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27 de enero de 2013 - Breve fenomenología de las mentiras que se dicen a los niños.

«Si no dejas de chillar te dejo aquí y me voy», «si no guardas silencio esa señora se va a enojar», «no puedo comprártelo porque olvidé mi cartera en casa», «hoy no nos va a dar tiempo, vamos la próxima vez», «enviamos tu pez al acuario, ahí hay más espacio», «si ves tanta televisión te vas a quedar ciego».

La intensidad puede variar, el resultado no: (casi) todos los padres mienten a sus hijos. Por impaciencia, por pena, por incapacidad. ¿Es siempre necesario? ¿O no sería mejor preguntarse si y cuándo se justifica?

La pregunta es motivada por un estudio recién publicado por la revista International Journal of Psychology, «Las mentiras instrumentales de los padres en los Estados Unidos y China», en el que se analizaron las respuestas de 200 familias en ambos países. No hay grandes diferencias, a excepción de un mayor nivel de aceptación de la mentira "instrumental" en el Este, donde excusas como «si comes brócoli vas a ser más alto» son, incluso, sugeridas.

La historia de la pedagogía ciertamente no nos ayuda a resolver el enredo, dado que cíclicamente leemos ensayos que contradicen las anteriores y, así, las mentiras veniales que —según el psicoterapeuta francés Marcel Rufo ayudan a nuestros hijos— son consideradas dañinas por la psicóloga estadounidense Gail Heyman.

La experiencia, entonces, parece ser mejor elección que la teoría. Tal vez la nuestra. O, si e trata de personas “autorizadas”, la de los demás. Como el escritor Sandro Veronesi —papá por quinta vez desde hace 4 días— y que, por lo tanto, puede presumir un entrenamiento respetable (su hijo mayor tiene 22 años). Afirma: «tiendo a no decir mentiras: me parecen graves y así considero las que puedan decir mis hijos. Trato de que sea un verdadero tabú, ya que las situaciones de falsedad son un mal absoluto en las relaciones adultas. Por supuesto, hay que predicar con el ejemplo, y me fijo mucho en eso». Hay una única excepción: «Las mentiras blancas, las que tienen que ver con la magia de la vida: la alternativa sería la verdad aristotélica». Un ejemplo, además de Santa Claus, «Es una tradición de mi familia que consiste en ir a buscar luciérnagas durante la noche. Ponemos las que logramos capturar en un vaso y al día siguiente, en su lugar, procuro que aparezcan monedas».

Una de las mentiras más torpes y difundidas entre padres separados es: «Su papá (o mamá) está de viaje», cuando tal vez se trata de un viaje existencial: vive con una nueva pareja y tiene otro hijo. Y se pueden entender sus consecuencias leyendo Los maridos de las demás (Rizzoli), de Guia Soncini, quien creció creyendo que su padre siempre se iba de vacaciones a las Maldivas sin su mamá, con un amigo.

«Estas son de las más absurdas y sin sentido», añade Silvia Vegetti Finzi, ex profesor de Psicología Dinámica en la Universidad de Pavia. Para ella, las mentiras en general no representan necesariamente algo negativo, es más: «Se trata de amortiguadores sociales, sirven para solidificar la relación entre padres e hijos. Amenazar a un niño con el abandono no es bueno, ya que causa ansiedad. Pero hay historias aceptables y otras no, y el pequeño puede ser indulgente: sabe muy bien que nunca llegará a ser tan fuerte como Popeye comiendo espinacas, pero le gusta creérselo».

Según el pediatra Roberto Albani, experto en las relaciones familiares y autor de Cómo hablar con nuestros hijos, mentimos por dos razones: «La falta de confianza en la capacidad de los niños para vivir la verdad sin sentirse abrumados por ella, y la falta de respeto por la inteligencia de los pequeños». De acuerdo con este especialista, siempre hay que hablar con la verdad. Tanto en las cosas pequeñas como en las importantes, ya que no existen las mentiras buenas. «A un niño de cuatro años no le habían querido decir que su padre había muerto en un accidente vial, para no traumarlo. Se estaba volviendo histérico por el miedo y el dolor. Todo empezó a solucionarse cuando le dijeron la verdad».

Luego están las respuestas que damos cuando nos agarran desprevenidos: «¿Cómo nacen los niños?». Y, en estos casos, recorremos todas las versiones de la cigüeña hasta llegar a veces a la muy audaz «panza». «Y lo que obtenemos, es que luego nuestros niños piensan que los bebés salen del ombligo», sonríe la ginecóloga milanés Stefania Piloni. «No habría nada malo en explicar que simplemente salen de la colita, o como decidamos llamarla. Para ellos, eso es suficiente». Claro, por unos cuantos años.

 

(elvira serra / corriere.it / puntodincontro / traduzione allo spagnolo di massimo barzizza)