24 de noviembre de 2014
«Dada la tendencia del clima actual,
sería más coherente que las pizzerías
modificaran sus menús
escribiendo “pizza tres estaciones”».
Si, cuando menos te lo esperas, empieza a
llover, entonces, inevitablemente, hay
quienes se enojan, no tanto con Dios, sino
con el gobierno: «¡Está lloviendo!¡Gobierno
ratero!».
Esta expresión, típicamente italiana, es en
realidad poco más que un eslogan contra los
poderes fácticos, a los que se atribuyen
todos los desastres, lluvia incluida. Según
el Diccionario Moderno de Alfredo Panzini,
la frase se originó como una leyenda en una
viñeta. Parece que, en 1861, en Turín, los
partidarios de Mazzini habían preparado una
manifestación pública. El día del evento,
por desgracia, llovió a cántaros, por lo que
la reunión no pudo llevarse a cabo. El
“Pasquino” (una revista satírica de la
época) publicó entonces una caricatura de
Casimiro Teja, en la que aparecían tres
seguidores de Mazzini protegiéndose de la
fuerte lluvia, y el texto decía: «Gobierno
ratero, ¡Está lloviendo!» La frase se
convirtió en el lema de la propia revista y
luego pasó a la fraseología popular.
De cualquier forma, independientemente de
las culpas que pueda tener el gobierno sobre
el asunto, parece que, hasta la fecha,
resulta muy difícil atinarle a las
previsiones del tiempo, especialmente a
largo plazo. Los expertos que en el pasado
pontificaban con ostentosa seguridad desde
el púlpito de la televisión, se encuentran
muy a menudo en evidente dificultad
prediciendo el clima futuro.
El primero en interesarse seriamente en este
asunto fue Aristóteles (384-322 a.C.), quien
trató de relacionar los diversos fenómenos
atmosféricos, tales como los movimientos del
aire, la niebla, la temperatura, etc. No
sabemos con qué resultado. También escribió
un libro, “Meteorológica”,
,
que significa “el estudio de lo que está
suspendido”. Afirmó, además, que los cambios
en las condiciones climáticas de una
determinada zona, creaban un “clima” para
esos territorios (de
o,
klino, inclinación). La variación estacional
del clima se debía, siempre según
Aristóteles, al cambio en la altura del sol
que, al modificarse con respecto al
horizonte durante el año, produce un nivel
de insolación variable en el tiempo.
Ahora sabemos que el pronóstico del tiempo
se basa en la detección de los siete
parámetros clave de la atmósfera que definen
todas las condiciones meteorológicas:
presión, temperatura, densidad, humedad, y
los tres componentes (dirección, intensidad
y dirección) de la velocidad del viento. Las
estaciones meteorológicas modernas (más de
10,000 repartidos por todo el mundo) se
utilizan para controlar los datos a
intervalos de aproximadamente 45 minutos.
Las mediciones se llevan a cabo desde tierra
firme, en el mar (por medio de barcos
especiales) a gran altura (globos, 30 km) y
desde el espacio utilizando satélites.
Los datos recolectados son enviados para ser
procesados al Centro Meteorológico Europeo
ECMWF (European Centre for Medium-Range
Weather Forecasts) de Reading, en
Inglaterra. Para los cálculos, se utiliza un
modelo matemático que divide idealmente la
atmósfera en 31 capas, a su vez subdivididas
en un total de más de 3 millones de “cubos”
de 55 kilómetros en cada lado, en una
extensión de hasta 30 km de altitud. Sólo
para tener una idea de estas operaciones,
vale la pena hacer hincapié en que, para
definir el estado de la atmósfera en
cualquier momento, son necesarios 6 millones
de números, y para formular una previsión
normal de mediano plazo (15 días) se
necesitan 6 billones (millones de millones)
de operaciones. En cuanto a la confiabilidad
de la predicción, se puede decir que para
1-2 días, se alcanza un 90% de precisión y
80% para 3-4 días, mientras que las con un
horizonte de 5-6 días no exceden del 60%.
No todo el mundo sabe que el primer centro
meteorológico de la historia fue fundado por
el capitán de la Royal Navy, Robert FitzRoy
(1805-1865), famoso por haber comandado el
bergantín Beagle en su viaje de
circunnavegación (1831-1836) en el que
participó, como pasajero, el famoso
naturalista Charles Darwin. Para sus
mediciones meteorológicas, FitzRoy contaba
con un termómetro, un barómetro, un
telégrafo y tres asistentes.
Puso en operación 15 estaciones de tierra de
las que se transmitían, en horarios
predeterminados, los datos relativos a la
presión y a la temperatura del aire. Sobre
la base de estos datos, FitzRoy elaboraba un
boletín con las predicciones de las
perturbaciones previstas. El periódico
The Times le encargó, en 1860, una
sección que de inmediato se ganó la
enemistad de las empresas pesqueras, ya que
las tripulaciones de los barcos se rehusaban
a salir del puerto si FitzRoy había
pronosticado mal tiempo. Por desgracia para
él, sus vaticinios estaban lejos de ser
exactos: abrumado por las críticas, se
suicidó cortándose la garganta.
En materia de pronósticos, los japoneses
tienen exigencias bastante peculiares. A
partir de cada mes de enero, la Agencia
Nacional de Meteorología es abrumada por las
llamadas telefónicas. La respuesta es
prácticamente incomprensible para cualquier
persona que no sea ciudadana del país del
sol naciente: «Estamos analizando los datos.
Las muestras que recogemos todos los días,
en diferentes partes de nuestro territorio,
siguen siendo objeto de examen. Tengan
paciencia». El... enigma se explica por el
hecho de que, desde hace más de medio siglo,
la Agencia Japonesa de Meteorología es
responsable de predecir el momento en el
que, en las diferentes regiones de Japón,
las yemas de los cerezos se transformarán en
delicados pétalos.
Y, a partir de marzo, todos los días,
incluso los periódicos informan acerca del
sakura zensen, el desplazamiento del frente
de los cerezos en flor, de sur a norte.
Desde el extremo sur de la isla de Kyushu,
alrededor del 24 de marzo, esta franja
coloreada avanza aproximadamente treinta
kilómetros al día. Llega a la región de
Kanto, la llanura que rodea a Tokio,
aproximadamente el 31 de marzo, para después
alcanzar, por el 25 de abril, la zona norte
de la isla de Honshu y finalmente terminar
su expansión, cerca del 10 de mayo, en la
isla de Hokkaido. Y cuando llega el “momento
de la floración”, los japoneses de todas las
edades y niveles sociales salen de sus
casas, en un estado casi hipnótico, para…
para admirar a los cerezos en flor. Todos
los años, durante una semana, millones de
personas religiosamente acuden a parques,
jardines y plazas. El lugar puede ser
cualquiera, basta con que ahí se encuentre
un cerezo floreado.
Incluso en los cementerios, hombres y
mujeres pasan el día completo —y con
frecuencia también la noche— bajo los
cerezos. Se acuestan sobre una lámina de
plástico, un periódico o un tatami (un panel
rectangular hecho de paja de arroz tejida y
prensada). Al igual que en sus casas, se
quitan los zapatos antes de recostarse.
Cientos de miles se reúnen en el Parque Ueno
en Tokio, donde, a la sombra de más de mil
cerezos, practican el hanami, la
contemplación de los cerezos en flor. No
queda ni el más mínimo espacio para
sentarse. Cada grupo lleva consigo los
aditamentos necesarios, canastas para
picnic, refrigeradores portátiles, parrillas
de todos los tipos, así como alimentos
cocinados, precocidos y estofados.
El sakura, el cerezo japonés,
adornado con delicados colores blancos y
tonos de rosa «il color del cerezo», como lo
llaman los japoneses, es el símbolo de la
primavera.
Se dice que desde el siglo XIII, los
miembros de la corte imperial celebraban
bajo el sakura del fin del invierno. Y
también la clase guerrera de los samuráis se
extasiaba con los cerezos en flor. La
brevedad de la vida del sakura
simboliza el ideal de una existencia corta
pero armoniosa. El dulce movimiento
provocado por el viento y la inevitable
caída se comparan con la muerte que, al
igual que la vida, debe ser enfrentada con
ánimo sereno. Tal vez esto hace que el
sakura sea tan amado.
Otra, y última, curiosidad: muchos de
nosotros se consideran “meteopáticos”, o sea
sujetos a enfermedades de carácter nervioso
que se producen debido a determinadas
condiciones y variaciones climáticas. Para
averiguar si alguien es realmente
meteopático, se puede recurrir a la prueba
de Gualtierotti-Tromp: una vez medida la
temperatura de la palma de la mano derecha,
se sumerge la misma mano en agua fría
durante aproximadamente 2 minutos, luego se
saca la mano del agua y, después de 6-7
minutos, se toma nuevamente la temperatura.
Si no ha regresado al nivel anterior, sin
duda (?) el sujeto es meteopático.
En cualquier caso, pensándolo bien, no hay
que quejarse del clima, con todo y su
imprevisibilidad: si no cambiara tan a
menudo y de manera inesperada, ¡nueve de
cada diez personas no sabrían cómo iniciar
una conversación!
(claudio
bosio / puntodincontro.mx / adaptación y
traducción al español de massimo barzizza)
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