28
de enero de 2016 -
Cuando Luigi vino a mi casa por primera vez,
tuve la precaución de preparar una cena sin
carne, ya que él es vegetariano y la ausencia de
carne en la mesa pretendía ser sólo o principalmente un
signo de mi respeto por sus decisiones. Luigi
agradeció el detalle y no se sintió puesto en
evidencia; comimos juntos las mismas cosas,
compartimos todo, charlamos durante más de tres
horas y no nos hizo falta absolutamente nada.
Giovanni, en cambio, era abstemio. Me lo había
dicho Luisa, unos días antes. O, más bien, en
realidad no era abstemio, pero hacía varios años
que no bebía. No podía: los médicos se lo habían
prohibido. Así que, cuando nos sentamos en la
barra, ante la mirada de Mario, el barman, que
esperaba saber qué queríamos, pedí un café en
lugar de mi acostumbrado aguardiente. Claro,
habría podido pedirlo, pero preferí no hacerlo:
si él no podía beber, ¿por qué desafiar su
abstinencia? Dos cafés y todos contentos,
entonces. Hacía tanto tiempo que no veía a
Giovanni y lastimarlo en ese momento habría sido
verdaderamente imperdonable.
Don Piero, por otro lado, no tenía más de
35 años. Nosotros lo conocíamos desde antes de
que se hiciera cura. Linda y su hermana tenían
un grupo musical, y él también —me acuerdo—
tocaba la guitarra. Tal vez habíamos ensayado
juntos un par de veces, pero no me acordaba bien y no
estaba seguro. El hecho es que cuando nos
dijeron que iría a la casa para tomar un café,
empezamos inmediatamente a limpiar: había mucho
desorden y no podíamos recibirlo así. Los curas
realmente no nos gustaban, pero Linda había
insistido tanto... «¿Y esa bandera roja?», me
preguntó de repente Giorgio, que nos estaba
ayudando a recoger.
«¿Cuál?» «Esa». Esa efectivamente era una
bandera roja, una bandera anarquista. «¡Ni
Estado, ni Iglesia!» decía, con grandes letras
amarillas, la gran bandera colgada detrás del
sofá. «¿Qué hacemos? La quitamos?» «¿Y por qué
tendría que quitarla? Es lo que pienso. Si la
quitara parecería que me arrepiento». «Yo digo
que quitarla sería un gesto de hospitalidad y
punto. Cuando se haya ido el cura, la vuelves a
colgar. ¿Qué pierdes?» «Nada». Así que quité la
bandera y la guardé en el cajón. ¿Para qué
ofender a Don Piero? Si no deseaba invitarlo,
podía no haberlo hecho.
Ahora, digo, la carne, el aguardiente y la
bandera ... ¿Por qué renunciar, si no tienen
nada de malo? Es más, ... son mis ideas, mis
sabores y mi memoria. ¿Por qué prescindir de
ellos? Amo mis recuerdos. Estoy orgullosísimo de
mi memoria.
¿Y entonces?
Entonces, quiero explicar —a los demás ya mí
mismo— que renunciar a la carne—sólo durante una
cena— que un aguardiente de menos —sólo por una
tarde— y la bandera en el cajón —sólo por un par
de horas— se llaman signos de hospitalidad, son
actitudes de paz, verdaderos momentos de
compasión. ¿Me siento inferior por haberlo
hecho? Menos carnívoro, más abstemio o
absolutamente demócrata cristiano? ¿Me siento
disminuido en mis convicciones? ¿Don Piero me
convirtió? ¿Giovanni me contagió? ¿Luigi me hizo
un lavado de cerebro y me transformó en un
vegano? No.
Fui
yo él que quiso verlos felices, a gusto, sin
problemas; fui yo él que quiso expresar alegría
por su presencia y quiso compartir con cada uno
de ellos el momento, sin motivos de contraste,
sin ofensas. Estoy orgulloso de mis pequeñas
renuncias que, pensándolo bien, no me costaron
nada: la bandera, ahora, ya está en su lugar,
más bella y más roja que antes; la miro mientras
me tomo con alegría mi segundo aguardiente,
después de devorar un bistec de medio kilo a la
parrilla.
Los demás me critican, dicen que soy ridículo,
hipócrita, vendido, dicen que me prostituí, que
ofendí mis raíces, mis principios. Pero yo bebo.
Otro aguardiente, a la salud de los puros y de
los coherentes.
(paolo
pagliai / puntodincontro.mx / adaptación
y traducción al español di massimo barzizza)
|