4 de agosto de 2015.
“El aplauso es un recibo,
no una letra de cambio”
Artur Schnabel
Todos saben que ningún italiano que quiera
tomar un café en un local público se
limitaría a pedir “un expreso”.
Invariablemente el adquirente especificará el
tipo de preparación requerida: «un (café
está implícito) ristretto, lungo,
cortado, espumoso, marroquí, batido, con
licor, con leche...
Los aplausos
son como el café expreso. Los hay
de todos tipos: largos, lentos, rítmicos,
abiertos, prolongados, liberadores,
estimulados, solicitados, excesivos,
formales, fríos, pragmáticos, registrados...
¡Incluso pre-pagados! Pero, en cualquier
caso, ¿qué es el aplauso?
En pocas palabras, se trata de una
manifestación de aprobación, que llevamos a
cabo en público palmoteando. O, en términos
más formales, es una forma de compartir una
emoción, una idea, un pensamiento. Según los
antropólogos, con este acto declaramos “a
distancia”, cierto nivel de satisfacción
que, de cerca, se traduciría en una
palmadita en la espalda o en un apretón de
manos.
Las preguntas que pueden surgir sobre el
tema son muchas. ¿Cuándo aplaudimos? ¿Por
qué palmoteamos? ¿Cuál es la historia pasada
del aplauso? ¿Se puede “medir” un aplauso? Y
el aplauso pre-pagado, si realmente existe,
¿qué es?
En primer lugar hay que señalar que, con el
paso del tiempo, han cambiado (y mucho) las
situaciones que normalmente causan un
aplauso. Basta referirse, por ejemplo, a lo
que dejó dicho Heródoto (484-430 a.C.),
según la cual el pueblo de la antigua
Mesopotamia aplaudía para cubrir con el
ruido los gritos de las víctimas de los
sacrificios durante los rituales religiosos.
Heródoto,
relieve en piedra de Jean Guillaume Moitte.
1806. Paris, Museo del Louvre.
Nosotros, en cambio, menos cruentamente,
producimos aplausos después de que un
determinado evento nos ha impresionado
favorablemente. Así que, de hecho, sucede al
final de espectáculos, conciertos, obras de
teatro o eventos deportivos en los que se
desea resaltar la habilidad de quienes los
llevaron a cabo. Según el etólogo Desmond
Morris, el aplauso es «la forma más poderosa
y tangible de la existencia de un vínculo
entre personas que sienten lo mismo acerca
de un determinado evento».
También de acuerdo con Morris, el aplauso es
contagioso: cuando las personas que nos
rodean aplauden, tendemos a imitarlas, sin
pensarlo demasiado. Es interesante, para
comprobarlo, un video publicado en la web
que muestra a un estudiante que se quedó
dormido en clase. El profesor se le acerca y
palmotea junto a él, para despertarlo. El
alumno abre los ojos y comienza a aplaudir
pensando que alrededor están aplaudiendo.
¿Pero cuándo empezó el hombre a aplaudir de
manera consciente?
Ya en el Libro de los Salmos (siglo XI a.C.)
los judíos eran animados de esta manera:
"¡Pueblos de todo el mundo, aplaudan!
¡Alaben a Dios con gritos de alegría!". En
Grecia en el siglo V antes de Cristo, los
espectadores del teatro (sólo el teatro de
Dioniso podía recibir más de 14 mil, todos
sentados y estrictamente vestidos de blanco)
expresaban su satisfacción con aplausos
acompañados de gritos o estallidos de
llanto.
Asientos de
mármol en el teatro de Dioniso, construido
aprovechando la pendiente natural de la
Acrópolis, a principios del siglo V a.C.
En cambio, el público romano, heterogéneo,
burdo y distraído, iba al teatro sólo porque
la entrada era gratuita: a menudo se
aburría, así que en el primer siglo los
mismos autores de las comedias les
recordaban su deber.
«Nunc,
spectatores, valete et nobis clare plaudite»
(Ahora espectadores, a ustedes hasta luego y
a nosotros un aplauso), era la fórmula más
común para concluir una representación. Pero
también en las transcripciones de las obras
en latín se encontraba a menudo la palabra “Plaudit”,
en algunos casos indicando también
manibus, con las manos.
En Roma, por otro lado, había varias maneras
de aplaudir: con las palmas de las manos,
como lo hacemos hoy, pero también
chasqueando los dedos o sacudiendo el borde
de la toga. Este último método fue
sustituido en el siglo III por el ondear del
orarium, un pañuelo utilizado por los
ricos para protegerse la boca y la nariz de
los malos olores (realmente… ¡imperantes!).
Sabemos, en este sentido, que el emperador
Aureliano (214-275 d.C.) había distribuido
estos pañuelos blancos entre los ciudadanos
para que
«siempre
tuviesen a la mano los medios para alabarlo».
En resumen, todas las
“figuras
públicas”
—actores, emperadores, clérigos, atletas
etc.— siempre han necesitado la aprobación
pública del pueblo y la han buscado a toda
costa. Incluso pagando. Ya en la antigua
Grecia, los dramaturgos y actores más
populares, podían contar con un aplauso
garantizado: cuenta Plutarco (46-127 d.C.)
que algunos autores retribuían algunos
grupos de personas a los que distribuían
estratégicamente en todo el teatro después
de haberlos instruido sobre los momentos de
la comedia en los que tenían que empezar a
palmear
con entusiasmo. Con este subterfugio, según
Plutarco, el dramaturgo griego Filemón de
Siracusa (361-263 a.C.) logró superar varias
veces al famoso Menandro (342-291 a.C.).
Para los políticos de todos los tiempos y
lugares, el aplauso siempre ha sido
esencial. Las multitudes se desollaron las
manos para sumergir en palmeadas de
aprobación a dictadores como Julio César,
Hitler, Stalin, Mussolini, todas personas
que perseguían un único objetivo: contar con
el consenso popular.
En algunos lugares está estrictamente
prohibido aplaudir.
Tal vez no todos saben que es así en las
sesiones del Parlamento británico. Los
parlamentarios pueden gritar, hacer muecas,
agitar letreros, pero no les es permitido
aplaudir como signo de aprobación para las
palabras de uno de sus colegas. Este
comportamiento se considera ofensivo. Para
mostrar su beneplácito, los parlamentarios
utilizan el tradicional “hear, hear”
(escucha, escucha) pronunciado en forma
prolongada, según una antigua costumbre del
siglo XVII. De acuerdo con la etiqueta
parlamentaria, los aplausos constituyen una
inadmisible interrupción de los trabajos de
la Cámara
[1].
El aplauso se puede medir por intensidad.
Para esto se utiliza, en las transmisiones
de televisión o de radio, el “aplausómetro”.
Este equipo es capaz de determinar con
precisión el nivel acústico de los aplausos
de la audiencia en la sala,
cuando el público tiene que juzgar el
desempeño de dos o más competidores que
participan en un concurso y determinar el
resultado del mismo.
El aplausómetro
durante un episodio del programa de
variedades de la RAI Settevoci (1966-1970).
Aquí Pippo Baudo, Marisa Sannia y Tony
Binarelli.
Entre los muchos tipos de aplausos también
los hay de paga.
Sabemos que Nerón reclutó a más de 5,000
esclavos egipcios, los laudiceni
(alabadores), unos verdaderos mercenarios de
las palmadas, pagándoles generosamente
(40,000 sestercios, equivalentes
aproximadamente a 4.2 millones de pesos
mexicanos). Nadie tenía que llevar anillos
en su mano izquierda: el emperador, de
hecho, no se conformaba con aplausos
normales. Quería los que había escuchado
durante uno de sus viajes a Egipto: “los
ladrillos”, “las tejas” y “las abejas”. El
primero (testae) eran aplausos con
las palmas abiertas que producían efectos
similares a los platos que se rompen; para
los segundos (imbrice) había que
encurvar las manos en forma de teja romana e
imitaban el sonido del granizo, mientras que
el tercer género (bombi) eran una
especie de zumbido emitido con la boca
cerrada, que se parecía mucho al sonido de
un enjambre de abejas enloquecido.
En las cortes renacentistas que albergaban
espectáculos privados, nadie podía aplaudir
durante más tiempo y más fuerte que el
príncipe o el anfitrión, pero —cuando en
Europa empezaron a aparecer los primeros
teatros públicos—, regresó la moda de la
“claque” (del francés claquer, es
decir, “golpear chasqueando”). En París, a
partir de 1820, surgieron agencias
especializadas que... alquilaban, a precios
bastante altos, sus especialistas en
aplausos, risas a la orden o solicitudes de
repetición. También en Italia la claque
encontró terreno fértil. En 1919 en el
Teatro La Scala de Milán había una lista
oficial de precios para aplausos programados
y prepagados: 25 liras para los hombres y 15
para las mujeres (aproximadamente 450 y 250
pesos, respectivamente). Más recientemente
(en los años 60) a la claque del
Metropolitan de Nueva York se le pagaban,
con todo y recibo fiscal, entre 25 y 100
dólares.
Hay, sin embargo, también aplausos
terriblemente sin sentido: el aplauso post
mortem.
Se ha vuelto ya costumbre que, con motivo de
los funerales de gente famosa, a la salida
de la iglesia donde se celebró el funeral
religioso, el ataúd sea recibido por un
rugido de aplausos. Por desgracia, se trata
de un hábito aterrador muy italiano. Uno se
pregunta por qué y qué se aplaude, violando
así la solemnidad de la muerte. Hay momentos
en los que el dolor nos grita adentro, y el
silencio es el único recurso que pueda
calmar nuestro pesar. Al dolor no se aplaude
y tampoco a una despedida. «La muerte es un
silencio insondable», escribió Isabel
Allende y desde luego no se anula con ningún
ruido, mucho menos con un aplauso. Dicen que
esta costumbre incivilizada haya sido
causada por la TV y sus frecuentes ovaciones
(grabadas). ¿Pero sólo la televisión
italiana es así? ¿No tienen TV también en
Suiza o Alemania? Y entonces… ¿por qué sólo
en nuestro país el sagrado, puro e
imperturbable silencio ya no se respeta?
No se puede, por último, no hablar de otra
categoría de ovación, francamente ridícula.
Cualquiera que haya volado con nuestros
compatriotas, habrá notado una paradójica
peculiaridad de comportamiento: el aplauso
después del aterrizaje del avión.
Pero ¿Qué aplauden los pasajeros? ¿La
habilidad del piloto o la eficiencia del...
piloto automático? Las opiniones son
diferentes: algunos dicen que se trata de un
gesto de "agradecimiento" para el piloto,
otros están convencidos de que sirva para
aliviar la tensión del vuelo. También es
probable que se aplauda por la influencia
del compañero de asiento.
Hablando de aplausos y ovaciones: Luciano
Pavarotti el 24 de febrero de 1988, en la
Deutsche Oper de Berlín, después de haber
cantado en el papel de Nemorino en Elixir de
Amor de Donizetti, fue aplaudido por una
hora y siete minutos y fue llamado al
escenario 165 veces. Parece que se trate del
aplauso más largo jamás conocido (¡y bien
puede ser!).
¿Qué más les puedo decir? ¡Aplaudan!
(Gracias).
[1] El
Parlamento del Reino Unido tiene varias
otras normas que, hoy en día, pueden parecer
extrañas. Por ejemplo, no está permitido:
referirse a los colegas por su nombre;
dirigirle la palabra a un miembro del
Parlamento en particular, en lugar que al
presidente de la Cámara; tomar fotografías;
usar camisetas; decirle a alguien mentiroso
o hipócrita; insultar a alguien llamándolo
cerdo o rata; hablar galés. Y, aún hoy, ...
¡llevar puesta una armadura!
(claudio
bosio / puntodincontro.mx / adaptación y
traducción al español de massimo barzizza)
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