Google+

El aplauso. De Claudio Bosio.

 

bullet

Leggi questo articolo in italiano.

 

4 de agosto de 2015.

El aplauso es un recibo,
no una letra de cambio

Artur Schnabel

Todos saben que ningún italiano que quiera tomar un café en un local público se limitaría a pedir “un expreso”. Invariablemente el adquirente especificará el tipo de preparación requerida: «un (café está implícito) ristretto, lungo, cortado, espumoso, marroquí, batido, con licor, con leche...

Los aplausos son como el café expreso. Los hay de todos tipos: largos, lentos, rítmicos, abiertos, prolongados, liberadores, estimulados, solicitados, excesivos, formales, fríos, pragmáticos, registrados... ¡Incluso pre-pagados! Pero, en cualquier caso, ¿qué es el aplauso?

En pocas palabras, se trata de una manifestación de aprobación, que llevamos a cabo en público palmoteando. O, en términos más formales, es una forma de compartir una emoción, una idea, un pensamiento. Según los antropólogos, con este acto declaramos “a distancia”, cierto nivel de satisfacción que, de cerca, se traduciría en una palmadita en la espalda o en un apretón de manos.

Las preguntas que pueden surgir sobre el tema son muchas. ¿Cuándo aplaudimos? ¿Por qué palmoteamos? ¿Cuál es la historia pasada del aplauso? ¿Se puede “medir” un aplauso? Y el aplauso pre-pagado, si realmente existe, ¿qué es?

En primer lugar hay que señalar que, con el paso del tiempo, han cambiado (y mucho) las situaciones que normalmente causan un aplauso. Basta referirse, por ejemplo, a lo que dejó dicho Heródoto (484-430 a.C.), según la cual el pueblo de la antigua Mesopotamia aplaudía para cubrir con el ruido los gritos de las víctimas de los sacrificios durante los rituales religiosos.

Heródoto, relieve en piedra de Jean Guillaume Moitte.
1806. Paris, Museo del Louvre.

Nosotros, en cambio, menos cruentamente, producimos aplausos después de que un determinado evento nos ha impresionado favorablemente. Así que, de hecho, sucede al final de espectáculos, conciertos, obras de teatro o eventos deportivos en los que se desea resaltar la habilidad de quienes los llevaron a cabo. Según el etólogo Desmond Morris, el aplauso es «la forma más poderosa y tangible de la existencia de un vínculo entre personas que sienten lo mismo acerca de un determinado evento».

También de acuerdo con Morris, el aplauso es contagioso: cuando las personas que nos rodean aplauden, tendemos a imitarlas, sin pensarlo demasiado. Es interesante, para comprobarlo, un video publicado en la web que muestra a un estudiante que se quedó dormido en clase. El profesor se le acerca y palmotea junto a él, para despertarlo. El alumno abre los ojos y comienza a aplaudir pensando que alrededor están aplaudiendo.

¿Pero cuándo empezó el hombre a aplaudir de manera consciente?

Ya en el Libro de los Salmos (siglo XI a.C.) los judíos eran animados de esta manera: "¡Pueblos de todo el mundo, aplaudan! ¡Alaben a Dios con gritos de alegría!". En Grecia en el siglo V antes de Cristo, los espectadores del teatro (sólo el teatro de Dioniso podía recibir más de 14 mil, todos sentados y estrictamente vestidos de blanco) expresaban su satisfacción con aplausos acompañados de gritos o estallidos de llanto.

Asientos de mármol en el teatro de Dioniso, construido aprovechando la pendiente natural de la Acrópolis, a principios del siglo V a.C.

En cambio, el público romano, heterogéneo, burdo y distraído, iba al teatro sólo porque la entrada era gratuita: a menudo se aburría, así que en el primer siglo los mismos autores de las comedias les recordaban su deber. «Nunc, spectatores, valete et nobis clare plaudite» (Ahora espectadores, a ustedes hasta luego y a nosotros un aplauso), era la fórmula más común para concluir una representación. Pero también en las transcripciones de las obras en latín se encontraba a menudo la palabra “Plaudit”, en algunos casos indicando también manibus, con las manos.

En Roma, por otro lado, había varias maneras de aplaudir: con las palmas de las manos, como lo hacemos hoy, pero también chasqueando los dedos o sacudiendo el borde de la toga. Este último método fue sustituido en el siglo III por el ondear del orarium, un pañuelo utilizado por los ricos para protegerse la boca y la nariz de los malos olores (realmente… ¡imperantes!). Sabemos, en este sentido, que el emperador Aureliano (214-275 d.C.) había distribuido estos pañuelos blancos entre los ciudadanos para que «siempre tuviesen a la mano los medios para alabarlo».

En resumen, todas las figuras públicas —actores, emperadores, clérigos, atletas etc.— siempre han necesitado la aprobación pública del pueblo y la han buscado a toda costa. Incluso pagando. Ya en la antigua Grecia, los dramaturgos y actores más populares, podían contar con un aplauso garantizado: cuenta Plutarco (46-127 d.C.) que algunos autores retribuían algunos grupos de personas a los que distribuían estratégicamente en todo el teatro después de haberlos instruido sobre los momentos de la comedia en los que tenían que empezar a palmear

con entusiasmo. Con este subterfugio, según Plutarco, el dramaturgo griego Filemón de Siracusa (361-263 a.C.) logró superar varias veces al famoso Menandro (342-291 a.C.).

Para los políticos de todos los tiempos y lugares, el aplauso siempre ha sido esencial. Las multitudes se desollaron las manos para sumergir en palmeadas de aprobación a dictadores como Julio César, Hitler, Stalin, Mussolini, todas personas que perseguían un único objetivo: contar con el consenso popular.

En algunos lugares está estrictamente prohibido aplaudir.

Tal vez no todos saben que es así en las sesiones del Parlamento británico. Los parlamentarios pueden gritar, hacer muecas, agitar letreros, pero no les es permitido aplaudir como signo de aprobación para las palabras de uno de sus colegas. Este comportamiento se considera ofensivo. Para mostrar su beneplácito, los parlamentarios utilizan el tradicional “hear, hear” (escucha, escucha) pronunciado en forma prolongada, según una antigua costumbre del siglo XVII. De acuerdo con la etiqueta parlamentaria, los aplausos constituyen una inadmisible interrupción de los trabajos de la Cámara [1].

El aplauso se puede medir por intensidad.

Para esto se utiliza, en las transmisiones de televisión o de radio, el “aplausómetro”. Este equipo es capaz de determinar con precisión el nivel acústico de los aplausos de la audiencia en la sala, cuando el público tiene que juzgar el desempeño de dos o más competidores que participan en un concurso y determinar el resultado del mismo.

El aplausómetro durante un episodio del programa de variedades de la RAI Settevoci (1966-1970). Aquí Pippo Baudo, Marisa Sannia y Tony Binarelli.

Entre los muchos tipos de aplausos también los hay de paga.

Sabemos que Nerón reclutó a más de 5,000 esclavos egipcios, los laudiceni (alabadores), unos verdaderos mercenarios de las palmadas, pagándoles generosamente (40,000 sestercios, equivalentes aproximadamente a 4.2 millones de pesos mexicanos). Nadie tenía que llevar anillos en su mano izquierda: el emperador, de hecho, no se conformaba con aplausos normales. Quería los que había escuchado durante uno de sus viajes a Egipto: “los ladrillos”, “las tejas” y “las abejas”. El primero (testae) eran aplausos con las palmas abiertas que producían efectos similares a los platos que se rompen; para los segundos (imbrice) había que encurvar las manos en forma de teja romana e imitaban el sonido del granizo, mientras que el tercer género (bombi) eran una especie de zumbido emitido con la boca cerrada, que se parecía mucho al sonido de un enjambre de abejas enloquecido.

En las cortes renacentistas que albergaban espectáculos privados, nadie podía aplaudir durante más tiempo y más fuerte que el príncipe o el anfitrión, pero —cuando en Europa empezaron a aparecer los primeros teatros públicos—, regresó la moda de la “claque” (del francés claquer, es decir, “golpear chasqueando”). En París, a partir de 1820, surgieron agencias especializadas que... alquilaban, a precios bastante altos, sus especialistas en aplausos, risas a la orden o solicitudes de repetición. También en Italia la claque encontró terreno fértil. En 1919 en el Teatro La Scala de Milán había una lista oficial de precios para aplausos programados y prepagados: 25 liras para los hombres y 15 para las mujeres (aproximadamente 450 y 250 pesos, respectivamente). Más recientemente (en los años 60) a la claque del Metropolitan de Nueva York se le pagaban, con todo y recibo fiscal, entre 25 y 100 dólares.

Hay, sin embargo, también aplausos terriblemente sin sentido: el aplauso post mortem.

Se ha vuelto ya costumbre que, con motivo de los funerales de gente famosa, a la salida de la iglesia donde se celebró el funeral religioso, el ataúd sea recibido por un rugido de aplausos. Por desgracia, se trata de un hábito aterrador muy italiano. Uno se pregunta por qué y qué se aplaude, violando así la solemnidad de la muerte. Hay momentos en los que el dolor nos grita adentro, y el silencio es el único recurso que pueda calmar nuestro pesar. Al dolor no se aplaude y tampoco a una despedida. «La muerte es un silencio insondable», escribió Isabel Allende y desde luego no se anula con ningún ruido, mucho menos con un aplauso. Dicen que esta costumbre incivilizada haya sido causada por la TV y sus frecuentes ovaciones (grabadas). ¿Pero sólo la televisión italiana es así? ¿No tienen TV también en Suiza o Alemania? Y entonces… ¿por qué sólo en nuestro país el sagrado, puro e imperturbable silencio ya no se respeta?

No se puede, por último, no hablar de otra categoría de ovación, francamente ridícula. Cualquiera que haya volado con nuestros compatriotas, habrá notado una paradójica peculiaridad de comportamiento: el aplauso después del aterrizaje del avión.

Pero ¿Qué aplauden los pasajeros? ¿La habilidad del piloto o la eficiencia del... piloto automático? Las opiniones son diferentes: algunos dicen que se trata de un gesto de "agradecimiento" para el piloto, otros están convencidos de que sirva para aliviar la tensión del vuelo. También es probable que se aplauda por la influencia del compañero de asiento.

Hablando de aplausos y ovaciones: Luciano Pavarotti el 24 de febrero de 1988, en la Deutsche Oper de Berlín, después de haber cantado en el papel de Nemorino en Elixir de Amor de Donizetti, fue aplaudido por una hora y siete minutos y fue llamado al escenario 165 veces. Parece que se trate del aplauso más largo jamás conocido (¡y bien puede ser!).

¿Qué más les puedo decir? ¡Aplaudan! (Gracias).


[1] El Parlamento del Reino Unido tiene varias otras normas que, hoy en día, pueden parecer extrañas. Por ejemplo, no está permitido: referirse a los colegas por su nombre; dirigirle la palabra a un miembro del Parlamento en particular, en lugar que al presidente de la Cámara; tomar fotografías; usar camisetas; decirle a alguien mentiroso o hipócrita; insultar a alguien llamándolo cerdo o rata; hablar galés. Y, aún hoy, ... ¡llevar puesta una armadura!

ARTÍCULOS RELACIONADOS
bullet Haz clic aquí para leer los demás artículos de la sección “Unas palabras sobre...”.

 

(claudio bosio / puntodincontro.mx / adaptación y traducción al español de massimo barzizza)