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19 de abril de 2013 - La crisis ataca a las familias italianas y muchas mujeres están redescubriendo los antiguos oficios de trabajadora doméstica, niñera y babysitter. Según los datos del INPS (Instituto Nacional para la Previsión Social) son más de 133 mil y en los últimos años han aumentado en un veinte por ciento. A menudo son madres solteras, cuyo marido está “desaparecido”, endeudadas y —en Italia— ya no provienen exclusivamente del histórico “semillero” del Friuli Venezia Giulia (la región que se encuentra en el extremo noreste del país).

En mis tiempos (lejanos, pero tampoco jurásicos) no se le llamaba doméstica, ni mucho menos colaboradora familiar, sino la muchacha. Si no se le destinaba una habitación en especial, dormía en el sofá de la sala de estar. Me regresa a la mente una caricatura de Novello con una mujer semidormida recargada en la mesa de la cocina esperando que los invitados dejen libre su cama. No sólo los señores de la casa lucían a las criadas con delantal de encaje, sino que muchas familias de la pequeña burguesía se jactaban de tener una colaboradora que se levantaba a las seis, abría las ventanas, limpiaba los zapatos, preparaba para sus pequeños amos maleducados rebanadas de pan con mantequilla y azúcar, los acompañaba a la escuela y regresaba a casa para planchar, remendar y sacar brillo —con Brasso— a los regalos de la boda. Sin derechos ni horarios, dependía del nivel de consideración de los patrones (así los llamaban) el que fuesen tratadas con educación, obligando a los niños a pedirle las cosas «por favor». El lunes había que encargarse de la ropa en el cuarto de lavado, así que en la noche la pobre mujer regresaba con las manos moradas y los pies mojados (aunque, tal vez, ese día —entre el perfume del jabón y el olor a madera dulce quemada en la caldera— resultaba ser más tranquilo comparado con los demás de la semana).

Hoy, las 130.000 despedidas de fábricas y oficinas, seguramente, no pueden evitar tareas poco gratificantes, pero, a diferencia de las trabajadores domésticas que las precedieron en la historia, no tendrán que matarse exprimiendo sábanas, ni trapear de rodillas o quemarse las manos con lejía. Van a encontrar aparatos lavavajillas, centrifugadoras, botones para presionar, escobas eléctricas con aspiradora inversa, etc. Por el otro lado, vivirán situaciones peores que antes con los infantes de la casa, maleducados y groseros, capaces de cualquier abuso si logran filmarlas con su celular y subir el video a la red.
 

Marcel Proust.
 

Para levantar la moral de esta nueva generación de asistentes domésticas, investigué un poco y descubrí los méritos de sus predecesoras en el arte y en la historia. En la pintura, por ejemplo, dominan las “criadas” de Vermeer con sus poco agraciados gorros blancos, muy frecuentemente retratadas vertiendo leche o vino de grandes jarras. La literatura está llena de “muchachas” cuyos papeles fueron de gran relevancia. Cabe mencionar dos casos muy contrastantes: el torbellino de Lo que el viento se llevó y las salas silenciosas de À la recherche du temps perdu (En búsqueda del tiempo perdido) de Marcel Proust. En ambas obras las domésticas merecen nada menos que las últimas líneas de la novela. Rossella añora el pasado y recuerda a la Mamy negra, protectora e irreemplazable: «De repente quiso tenerla tan desesperadamente como cuando era niña: el amplio seno sobre el que descansaba la cabeza y la mano obscura y nudosa en su cabello».

Y lo mismo ocurre con Proust, cerrando el amor morboso y los celos por la amante Albertine: Françoise, la asistente doméstica, entra a la habitación de Marcel con temor por no haber esperado a que él tocara la campanita. «Qué bueno que no me despertó, la llamaré dentro de un momento». Pero la camarera contesta, avergonzada: «La señorita Albertine dejó esta carta para usted y se marchó». Así termina la novela. Después de un extenso y atormentado autoanálisis, parece una conclusión casi “de notario”.

Georges Simenon, por su lado, le da la vuelta a la situación y coloca a la mucama en las primerísimas páginas de El asesino. Después de matar a su esposa infiel y a su amante, el Dr. Kuperus vuelve a casa tranquilo y se lleva a la cama a Neel, «atractiva y firme, con brazos rosa y olor a jabón».
 

Emma Thompson y Anthony Hopkins
en una escena de Lo que queda del día.
 

Demasiado tarde para Anthony Hopkins, sublime mayordomo en Lo que queda del día, cuando por fin corresponde el amor de Miss Kenton, la ama de llaves. Mientras que en la opera buffa La criada patrona, el anciano señor de la casa Uberto se enamora de la “muchacha” Serpina, que le pide matrimonio y lo deja en la miseria. Una curiosa anticipación del siglo XVIII del actuar de muchas colaboradoras domesticas actuales asignadas a personas ancianas que terminan por sacar ventajas de sus “pacientes”.

En mi apresurada investigación no podía faltar una meteórica carrera que empezó con el papel de “sirvienta”. Viudo de Anita y pretendido en vano por las baronesas de media Europa, Giuseppe Garibaldi se encariña con la humilde Francesca Armosino, quien empieza como criada, luego se convierte en ama de llaves y secretaria, para terminar como esposa amorosa que cuida de él durante su dolorosa vejez. Y así, la “colaboradora familiar” aparece incluso en los relatos históricos.

 

(luca goldoni / corriere.it / puntodincontro.mx / adaptación y traducción al español de massimo barzizza)