21 de diciembre
de 2013
Muchos son los que tienen las manos limpias
porque jamás han hecho nada.
Primo Mazzolari
«Videns autem Pilatus quia nihil
proficeret, sed magis tumultus fieret,
accepta aqua, lavit manus coram turba dicens:
Innocens ego sum a sanguine hoc; vos
videritis!»
«Viendo
Pilato que nada adelantaba, sino que se
hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las
manos delante del pueblo, diciendo: Inocente
soy yo de la sangre de este justo; allá
vosotros»
(Mateo XXVII,24)
Aceptémoslo: todos nosotros
—algunos más que otros— somos, sin
excepción, unos… Poncio Pilato
[1].
La toma de decisiones, particularmente en
situaciones comprometedoras, nos disgusta.
Preferimos... evitar las decisiones,
exactamente como Pilato. Por otro lado, hoy
en día, la práctica de comportamiento
“políticamente correcto” sugiere evitar
asumir responsabilidades en cualquier
circunstancia, ya que existe el riesgo de
ensuciarse las manos. Por lo tanto es mejor
lavárselas con frecuencia o, mejor aún,
incesantemente.
Hay que dejar a otros la tarea de
resolver...
Duccio di
Buoninsegna. Pilato se lava las manos.
Para los italianos (y sólo para ellos), la expresión
“manos limpias” recientemente ha
adquirido un significado, lamentablemente, muy particular.
Se utiliza en el país de la bota para
referirse a la acción realizada en los años
noventa por la magistratura contra muchos exponentes de la política,
de la economía y de las instituciones.
Estuvieron
involucrados ministros, diputados,
senadores, empresarios y hasta primeros
ministros. Las investigaciones sacaron a la
luz un sistema corrupto, plagado de extorsiones
y de financiamientos ilegales a los partidos
que alcanzó
niveles realmente impensables, inclusive
para la opinión pública. Milán,
epicentro de ésta organización de
fechorías, fue bautizada en el medio
periodístico con el apodo de “Tangentópolis”
(del italiano tangente, o sea,
mordida) es decir
la “ciudad de los sobornos” (por cierto, bastante
cuantiosos).
Una serie de eventos extremadamente tristes para
quienes (¿ingenuamente?)
creíamos en los ideales democráticos.
Los
franceses, por su lado, nunca tienen duda, (dichosos ellos):
cuando hablan de “manos sucias” se
refieren únicamente al célebre drama de
Jean Paul Sartre, el filosofo del
existencialismo (1905-80) Les mains sales
[2].
Sin embargo,
“lavarse las manos” no solo es un dicho
bastante difundido a nivel mundial, sino también un
importante hábito de higiene personal, cuyo “origen histórico”
es ciertamente interesante y no
necesariamente conocido por todos.
Actualmente lavarse las manos es una
práctica que ha sido implementada
mundialmente como profilaxis
higiénico-sanitaria. Pero en la Viena
culta y evolucionada de mediados del siglo
XIX no se pensaba así: era una idea, por
así decirlo, un tanto bizarra. Quien proclamó
dicho anatema fue un joven de origen
húngaro: Ignacio Semmelweis (1818-1860). En la
época en que prestó sus servicios como
asistente de obstetricia en la Universidad
de Viena, el joven doctor Semmelweis observó
un lamentable suceso: numerosas mujeres
morían menos de una semana después del parto,
a causa de una enfermedad conocida
como sepsis puerperal
[3]
Ignacio Semmelweis
La causa de esta enfermedad era desconocida,
pero muchos creían que se debía a un llamado
“vapor infeccioso”, presente en el aire.
Este aire malsano parecía depender también
de condiciones meteorológicas, dado que la
mortalidad
post partum variaba con las
estaciones del año.
Semmelweis,
como se dice, razonaba con la cabeza. Había observado una diferencia en el número
de decesos entre dos distintos pasillos de
la sección de obstetricia, espacialmente separadas pero
pertenecientes al mismo hospital. ¿Cómo era posible
eso, si la calidad del aire entre
las dos salas era obviamente la misma?
Y, además, ¿Por qué una gestante que entraba
al hospital se exponía, como bien lo
mostraban las estadísticas, a un riesgo más
alto de mortalidad que aquel al que estaría
expuesta pariendo en su propia casa? Otra
enigmática situación: ¿Por qué en el
área en la que trabajaban especialistas en
obstetricia el efecto de la sepsis
puerperal era mucho más alto respecto al que
se registraba en la sección donde las
gestantes eran ayudadas exclusivamente por parteras?
Un obsesionante rompecabezas para Semmelweis,
quien comenzó a ver las cosas más claras en esta
maraña de sucesos extraños después
de un trágico acontecimiento. Un colega suyo
sufrió una pequeña cortada en un dedo durante
una autopsia y murió poco después,
manifestando síntomas muy parecidos a los de
la sepsis puerperal. Semmelweis intuyó que
algún tipo de partícula de los cadáveres
tenía que haber entrado en su círculo
sanguíneo, provocándole la muerte. ¿Podía
ser que partículas similares fueran también
la causa de los decesos de tantas gestantes?
De ser así, también se explicaría la
diferencia entre los dos departamentos de
obstetricia. Los médicos que prestaban sus
servicios en el “departamento de la muerte”
y realizaban exámenes internos sobre las
mujeres antes del parto y después del parto,
a menudo iban y venían entre el área
de hospitalización y la sala de autopsias. ¿Por
qué no pensar que estos obstétricos podrían
haber
infectado inconscientemente a sus pacientes
con algún tipo de partículas provenientes de los
cadáveres? Esto podría explicar también las
variaciones estacionales de la fiebre
puerperal. Semmerlweis de hecho descubrió
que la mortalidad aumentaba cuando a un
hospital entraba un nuevo grupo de
estudiantes universitarios que debían
familiarizarse tanto con la obstetricia como con la
realización de las autopsias.
Cuando esos mismos estudiantes estaban ocupados en
otro lugar fuera del hospital —tal vez porque
debían estudiar para los exámenes— las
muertes disminuían.
Hoy la solución nos parece obvia.
Semmelweis
recomendó a todos los médicos y a los
estudiantes lavarse las manos con extremo
cuidado en una solución de hipoclorito
después de haber realizado autopsias. Los
resultados de esta campaña de limpieza de
las manos rayaron en lo milagroso. En menos
de un año la tasa de mortalidad en “el
departamento” disminuyó del 30% al 3%. Semmelweis
se entusiasmó por este
resultado, pero se convirtió en un fanático
del lavado de las manos. Este comportamiento
sin duda pedante y ultra-riguroso no fue
bien visto por muchos de sus colegas
vieneses a los cuales no les gustaba
ser definidos como “asesinos”
por el médico húngaro. Le hicieron la
vida imposible hasta obligarlo a huir a
Hungría donde encontró un puesto en un hospital
de Budapest. En éste consiguió el mismo
descenso en el índice de mortalidad que ya
había logrado en Viena. Al mismo tiempo —durante su ausencia— la tasa de mortalidad
en Viena volvió a subir. El caso es que Semmelweis jamás publicó sus resultados y no
tuvo el cuidado de definir con detalle el
procedimiento antiséptico, en consecuencia
muchos de los que buscaban seguir sus normas
a menudo fallaban, sin darse cuenta de lo
escrupulosa que debía ser la limpieza de las
manos.
Obsesionado por el rechazo de sus
teorías, el pionero de la antisepsia termino
por ser recluido en un hospital
psiquiátrico, donde no permaneció por mucho
tiempo.
Dos semanas después de su ingreso, ya
había muerto. Según una leyenda popular, su
muerte fue causada por una infección
contraída durante una de las últimas
cirugías que realizó, una infección parecida
a la que causaba la fiebre puerperal. Los
hechos reales indican, sin embargo, que
murió después de una paliza que le
proporcionaron miembros del
personal del hospital psiquiátrico.
Un final triste para el hombre que salvó la
vida de muchas mujeres, ¡con el simple hecho
de lavarse las manos! Su revancha póstuma
llegó en 1879 en ocasión de un convenio
científico. Un obstétrico francés estaba
pronunciando un discurso contra Semmelweis,
cuando un distinguido señor, de baja
estatura, se levantó, fue al pizarrón y dibujó la imagen de un estreptococo.
«Este —dijo— es el asesino que
Semmelweis eliminó» Y regresó a su
asiento.
Ese hombre era Louis Pasteur.
Un último dato curioso: el sitio con
más gérmenes a nuestro alcance, y se ha
comprobado, es el tablero de botones de los ascensores.
(claudio bosio / puntodincontro.mx /
adaptación de
massimo barzizza y
traducción al español
de
celeste román)
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