25 de septiembre de 2014 - El tomate es
originario de la zona que hoy abarca los
territorios latinoamericanos que se
encuentran entre México y Perú. Los aztecas lo llamaban “xitomatl”,
dado que se trataba de una variedad
específica de unos frutos, similares entre
sí y jugosos, genéricamente denominados “tomatl”.
La salsa de tomate ya era parte integral de
la cocina prehispánica en tierras mexicanas
en la época de la conquista española y la
fecha de la llegada de esta baya a Europa
parece remontarse al año 1540, cuando Hernán
Cortés regresó a su patria y llevó consigo
algunos ejemplares. Su cultivo y
distribución, sin embargo, no prosperó en
Europa hasta la segunda mitad del siglo
XVII.
La planta llegó a Italia en 1596, pero sólo
más tarde, al encontrar condiciones
climáticas favorables en el sur de la
península, se produjo la transformación de
su color dorado original, que determinó el
nombre italiano de este vegetal, al rojo
actual, gracias a procesos posteriores de
selecciones e injertos.
Hacia finales del siglo XVI se le
atribuyeron propiedades afrodisíacas, por lo
que algunos franceses románticos llamaron a
la variedad de tomatillo proveniente de
México “pomme d’amour”. Pero, al igual que
con la manzana de la Cenicienta, el amor se
entrelazaba con la muerte, por lo que esta
solanácea fue relegada a las jardineras
decorativas, ya que se consideraba tóxica.
No fue hasta la época de la Ilustración que
el pensamiento racional hizo desvanecer los
poderes mágicos y venenosos del tomate,
degradándolo a simple ingrediente de cocina.
A finales del siglo XVIII, en el hambriento
sur de Italia, el oro rojo encontró a la
cultura gastronómica de la Magna Grecia:
focaccia, queso, aceite de oliva y pasta de
sémola.
De este genuino matrimonio de amor nació el
estereotipo que el mundo hoy en día conoce
con el nombre de «cocina italiana».
(massimo barzizza
/ puntodincontro.mx)
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