2 de octubre de 2014 - Nací en un país
coloreado con una bandera verde, blanca y
roja. Un país en tonos pastel, así es como
en mi mente resumo la imagen de Italia: las
colinas verde claro de Toscana, las llanuras
amarillas de Apulia, el verde azulado tenue
de nuestro hermoso mar.
Cuando pisé México, sin embargo, tuve una
sensación diferente: colores fuertes,
brillantes, nunca suaves, capaces de atrapar
al viajero en el encanto de la belleza. Una
belleza que me gustaría tratar de
transmitirles.
Escribir relatos y artículos de viaje es
fácil: tu cuerpo y tu mente están llenos de
emociones, sonidos e imágenes y, sin que te
hayas siquiera dado cuenta de que los
hiciste tuyos, entraron en ti antes de haber
tenido tiempo para pensar en ellos. Lo
difícil es organizarlos y describirlos en
forma ordenada: el drama está en la elección
de una memoria en lugar de otra. Hay que
tener en cuenta, desde el principio, que no
será posible hablar de todo. México, además,
es un país que no te suelta y te agarra con
manos de especias y mercados que tienen
mucho que contar.
Tres viajes me han enriquecido en la "tierra
del maíz", como a veces es definida esta
nación. Un mes de viaje en el 2012, tres
meses de investigación etnográfica en un
municipio del Estado de Puebla en 2013 y
veinte maravillosos días entre compromisos
académicos y vacaciones en 2014.
En dos de estos viajes tuve la suerte de
asistir al “Grito”, la celebración de la
independencia de México, donde el
patriotismo y el honor se encuentran en la
calle en todas las esquinas, ciudades,
municipios y pueblitos del país.
El “Zocalo” de
la Ciudad de México
¿Qué decir de esta fiesta? Tomen en cuenta
que soy yo la que escribe este relato,
viajera e investigadora con su propia
opinión, y no portadora de una verdad
absoluta. La primera cosa que noté es que
los mexicanos aman a su tierra. La aman
tanto que cuando un gobierno es incapaz de
gobernar como debe ser, se escucha todavía
el eco de la Revolución Campesina.
Las manifestaciones en la Ciudad de México
son un hecho de todos los días; la policía,
desplegada masivamente con equipo
antidisturbios, es visible diariamente a lo
largo de las calles del centro. México, en
pocas palabras, es un país en lucha. Y
cuando llega el momento del Grito, se
encuentran los que encarnan la voz del
pueblo y los que se sienten seguros en las
actividades de represión gubernamental.
El festejo del grito es diferente según el
lugar: el año pasado estuve en Cuetzalan del
Progreso, un municipio en las laderas de una
montaña en el estado de Puebla; este año
participé en los preparativos en la plaza
principal (Zócalo) de la Ciudad de México y
a las festividades en una isla en el estado
de Quintana Roo, la Isla Holbox.
Tres festejos con características muy
diferentes: 1) En Cuetzalan se llevó a cabo
una alegre fiesta de provincia, con
banquetes callejeros, fuegos artificiales y
el ritual de los voladores (cuetzaltecos que
hacen girar sus cuerpos colgando de una
cuerda atada a la parte superior de un poste
de aproximadamente 30 metros de altura); 2)
En el Zócalo de la Ciudad de México se
erigieron imponentes estructuras para la
celebración, donde se llevaron a cabo
virtuosismos militares en homenaje al
ejercito; 3) en la Isla Holbox, destino
turístico de muchos jóvenes europeos, la
celebración tuvo aspectos a medio camino
entre un mundo de imaginación mexicana, con
burros y sombreros de charro, y música de
baile contemporánea.
El elemento
común fueron los participantes: numerosos,
amantes de la diversión y llenos de vida.
Mis
experiencias y el relato de mi viaje, sin
embargo, tuvieron lugar principalmente en
ese lugar mágico que es Cuetzalan del
Progreso, donde experimenté las alegrías y
las tristezas de la investigación de campo.
Volver al lugar en donde llevaste a cabo tus
investigaciones es pura emoción. Es el lugar
en el que fuiste recibido como un hijo, en
donde llegaste a formar parte del tejido
social y, al mismo tiempo te quedaste ajeno
a él; es el lugar que te proporcionó la
sensación de haber encontrado una situación
familiar, sin la ansiedad de la búsqueda, ni
de estar en un sitio desconocido.
Volver a recorrer las mismas calles y cruzar
nuevamente las mismas miradas, fue una
sensación que tocó puntos profundos de mi
ser.
De nuevo vi a esas maravillosas mujeres
indígenas que a sus setenta y tantos años
caminan descalzas por la calle, con un hato
de leña colgando de la frente, bellas y
fuertes con la gracia de la naturaleza
pintada en su mirada. Así por kilómetros, de
Cuetzalan hasta las comunidades que se
encuentran en los alrededores, lugares
privilegiados para los que viven ahí y, por
supuesto, para aquellos que saben dónde se
encuentran.
Santiago Yancuitlalpan es mi favorito, a
sólo veinte minutos en camioneta de
Cuetzalan. Ahí, en una choza, se encuentra
Panchita, rodeada de su familia. Tiene 76
años de edad y una trenza blanca que le
llega a los pies y cada vez que sus ojos se
encuentran con los míos, siento un impulso
irresistible de sonreírle.
Una gran alegría al recibirnos en la puerta,
después de cuatro meses de visitas cada
semana y conversaciones en la lluvia. Al
sentarme en la misma silla donde me había
sentado tantas veces y saboreando el mismo
café, no podía no volver a mi memoria la
serie de largas tardes que pasamos juntas.
El año anterior me había hospedado en su
casa de madera, cal y tierra, ofreciéndome
comida y confort, dejándome relajar en un
asiento de mimbre mientras ella calentaba
tortillas en la lumbre y yo observaba.
A
veces se nos olvida que la sencillez es la
forma más perfecta de dar a los demás. Las
palabras para describir esta situación son
tres: acogida, sonrisa y mirada. El
resultado es que no hay forma de que te
vayas sin una alegría más en tu interior.
Al terminar mi relato, esta es la conclusión
a la que llego: México no es lo que aparenta
a través del turismo o las noticias que
leemos en los medios de comunicación. El
verdadero México, al menos a través de mis
ojos, es así como lo conté.
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Especializada en Antropología Médica en la
Universidad La Sapienza de Roma en 2014,
Chiara Magliacane ama tejer palabras en
todas las maneras posibles, especialmente si
tienen por objeto la creación de historias,
pensamientos y poemas. Su sueño hubiera sido
hablar de películas, música y antropología,
tomando café, con Gertrude Stein, o pedir
aventones con Kerouac en la ruta 66 y
detenerse a tomar una cerveza con Fernanda
Pivano. Vive en Roma, pero en su mente vive
un poco en todas partes.
(chiara
magliacane /
lavaldichiana.it / puntodincontro.mx / adaptación
y traducción al español de
massimo barzizza)
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