16 de abril de 2015
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Ciertamente, no es fácil contarlos. Hay que
saber cómo. Se trata de provocar la risa,
relatando breves historias —acerca de
hombres, cosas, situaciones de la vida
cotidiana— cuyo "final" tiene que ser
inesperado, ingenioso y divertido.
No es una cuestión trivial. De hecho, pocos
logran hacerlo bien.
¿Cómo se les dice, en nuestra lengua, a los
que saben contar chistes? ¿Humoristas o
“cuenta chistes”? Según los diccionarios,
ambos términos son válidos.
Ciertamente no se les conoce como
matachistes, un término que se refiere a
los que los echan a perder, es decir, a
aquellos que para las bromas están
completamente negados. Los chistes no deben
ser tomados a la ligera. No le tienen piedad
a nadie, y… ¡hasta hay algunos acerca de los
que no los saben contar!
La etimología de la palabra "chiste" (barzelletta
en italiano) es incierta. Según el
diccionario Treccani, es el diminutivo de
bargella, palabra que indicaba (en el
siglo XVI) una mujer descarada y astuta, y
luego pasó a significar ocurrencia, historia
divertida; A su vez, el término bargella
deriva del latín medieval barigildus,
originalmente el magistrado de los Comunes
que estaba a cargo de la policía. Pasó luego
a significar “el que lleva a cabo una acción
que merece la intervención de la policía”, o
sea una persona deshonesta, un embaucador.
Otros sugieren que deriva de bergerette,
es decir, “pastora”. Todas son hipótesis
desarrollados para satisfacer nuestra
curiosidad. Pero, ¿quién inventó, los
chistes? No se sabe con precisión.
Hablando del origen de los chistes, vale la
pena mencionar una curiosa historia de
ciencia ficción de Isaac Asimov, The
Jokester. Un científico, después de
haber observado que circulan miles de
chistes sin que nadie conozca a sus autores,
descubre, con la ayuda de una
supercomputadora, que provienen de... ¡los
extraterrestres!
Isaac Asimov.
El hecho es que los chistes se transmiten
oralmente. El primer paso puede ser el
relato de un evento divertido que realmente
sucedió, o una ocurrencia improvisada, pero
luego, pasando de boca en boca, la historia
sufre transformaciones y se enriquece
progresivamente en un turbulento proceso de
creación colectiva. Por ello, el autor
original pierde su identidad, al igual que
los muchos coautores secundarios, cada vez
más numerosos conforme el chiste se difunde.
Algunos dicen, por otro lado, que los
autores más prolíficos de chistes son los
reclusos. ¡Puede ser! Seguramente ellos
tienen más oportunidades y tiempo que la
mayoría de nosotros simples mortales en
libre circulación, para reflexionar sobre el
lado divertido de la vida...
Hay chistes, es casi superfluo decirlo, de
varios tipos: los “sucios”, los de locos,
los de los carabinieri (la policia
militar italiana) —mismos que en México se
refieren a los gallegos, en Francia a los
belgas y en los Estados Unidos a los
polacos— los de los codiciosos, que pueden
ser genoveses, regiomontanos, escoceses o
judíos (estos últimos son los más grandes
inventores de chistes de los que ellos
mismos son protagonistas), los de política y
así sucesivamente.
Pero la estructura siempre es la misma: una
pequeña historia sencilla con un final
inesperado y divertido. Además de la
estructura, los chistes se repiten en lo que
se refiere a los arquetipos (el idiota, el
borracho, el marido, etc.) a tal punto que
podemos decir sin temor a equivocarnos que
los hombres, en todo el mundo y en todas las
épocas, siempre se han contado las mismas
historias. Tal vez no lo sepamos, pero un
chiste es a menudo una historia antigua, que
se quedó durante años, tal vez décadas,
escondida en la memoria y que vuelve a
circular en forma actualizada y aún capaz de
hacer reír a la gente.
¿Quiénes son los que se ríen de un chiste?
Hay quienes se ríen cuando los cuentan.
Quienes que no se ríen cuando los cuentan
otras personas. Los que se ríen, pero
pensando en el que van a contar después. Los
que interrumpen para decir que ya se lo
saben o que han oído uno similar (“A
propósito...”), o para corregir al que lo
está contando. También hay quienes no
entienden, pero fingen, y se ríen...
Según un viejo proverbio, la risa es la
mejor medicina. Es buena para la salud. O,
al menos, eso parece. Pero los antiguos, en
lo que se refiere a la risa, tenían otra
opinión: cuando se ríe —especialmente si se
ríe demasiado— se pierde el equilibrio.
Sócrates, por ejemplo (como nos relata
Platón en la República), instaba a «no ser
amantes de la risa: las carcajadas, generan
cambios interiores excesivos». Si él lo
dice...
Sócrates.
Y los romanos eran aún más drásticos:
risus abundat in ore stultorum —decían—
la risa abunda en la boca de los tontos.
Pero esto no impidió que los griegos y los
romanos fueran apasionados de los chistes
(que, obviamente, no nos transmitieron “de
boca en boca”).
Llegó hasta nosotros una especie de manual,
en griego (titulado Philogelos, es
decir, “el amante de la risa”), escrito
probablemente alrededor del V siglo de
nuestra era, que recoge 265 chistes. En
muchos casos, entre estas historias antiguas
y las de épocas más recientes, no hay mucha
diferencia.
Por ejemplo, también en la antigüedad
existían los mismos personajes (ya
mencionados) que, por diversas razones, son
todavía objeto privilegiado de los chistes:
los avaros, los celosos, los envidiosos, los
residentes de algunas ciudades y las
mujeres, especialmente aquellas a las que
hoy se les llama “de cascos ligeros”.
Se prestaba especial atención a las damas
“de cierta edad”, quienes, según los
griegos, estaban constantemente hambrientas
de sexo. ¿Un ejemplo? Un joven —cuenta uno
de estos chistes— manda llamar, por sus
esclavos, a dos señoras mayores. «A una de
ellas» —ordena— «denle de beber. Con la otra
hagan el amor». Y las dos ancianas
contestaron al unísono: «Pero nosotras no
tenemos sed».
A los habitantes de Cumas, (como a los de
Abdera), se les atribuían capacidades
mentales no particularmente desarrolladas, y
se reían de ellos contando, por ejemplo, de
un hombre que, en busca de un amigo, llega
abajo de su casa y le llama por su nombre.
Pero, debido a que el amigo no responde, un
transeúnte sugiere: «Llámalo más fuerte, si
quieres que conteste». Y él de Cumas, gritó:
«Oye, tú… ¡Más fuerte!».
Otro ejemplo: pasa un funeral, sin duda una
persona importante. «¿Quién es el muerto?»,
pregunta un transeúnte. Y él de Cumas
contesta, señalando con el dedo: «Es aquél,
el que está en el ataúd».
Y, para seguir con el tema de los decesos,
muere uno de dos gemelos, muy parecidos
entre sí. El sobreviviente, días más tarde,
recibe en la calle el saludo de un tipo que
le pregunta: «Pero, disculpa, ¿Tú quién
eres? ¿No eres el que murió, verdad?».
Acerca de los habitantes de Abdera,
circulaba una historia tragicómica. Un tipo,
que había sido demandado y se encontraba en
pleno juicio, después de oir que en la
ultratumba los tribunales eran imparciales,
regresó corriendo feliz a su casa y… se
ahorcó.
Tampoco los habitantes de Sidón fueron
descuidados por los antiguos cuenta chistes.
Un hombre va al médico y le dice: «Cuando me
toco aquí me duele, pero también aquí, aquí,
aquí y aquí. ¿Qué me pasa?». Y el médico
contesta: «Idiota, ¿No ves que te rompiste
el dedo?».
En la antigua Roma, los chistes se llamaban
facetiae. A diferencia de los
griegos, fueron sazonados con un particular
espíritu de carácter plebeyo (Italum
acetum, lo llamará Horacio, I, 7,32)
irrespetuoso, cáustico y vulgar. Pero lleno
de “bromas” efervescentes.
Dicen que Cicerón era un orador con un
notable sentido del humor. Ciertamente, no
era secundario en su bagaje profesional
lograr, en el momento adecuado, hacer reír a
los jurados. Tenemos más de un ejemplo de su
insospechado don.
«¿Qué clase de hombre es el que se deja
sorprender en fragancia de adulterio?» - Le
preguntó una vez su oponente Pontidio,
durante una audiencia ante la Corte.
«¡Lento!», contestó Cicerón, entre las
carcajadas de la audiencia.
Y hay más: un día, nuevamente Cicerón, ve
pasar Léntulo, su yerno, vestido de militar.
Léntulo, flaco y chaparro, llevaba con porte
marcial una espada muy larga. Entonces
Cicerón, dirigiéndose a los presentes,
exclamó: «¿Quién ató mi yerno a su espada?».
También tenemos una evidencia epigráfica del
humor romano, conocida con el nombre de
Registro de Isernia, conservada en el Museo
del Louvre.
La escena tiene lugar en una cantina.
«Cantinero, ¡la cuenta!».
«A ver, tenemos un sestiere de vino y
pan, 1 as. Pulmentarium (segundo
plato), 2 ases. Muchacha (!), 8 ases. Heno
para la mula, 2 ases».
«¡Esta mula me va a arruinar!».
La facetia que sigue, en cambio, se
puede leer en una pared de Pompeya.
«Una mujer rubia me enseñó a odiar a las
mujeres de cabello oscuro. Las voy a odiar,
si lo logro. En caso de no tener éxito, las
amaré a mi pesar».
En conclusión, los chistes son innumerables,
son hijos de padres desconocidos y hay que
saber contarlos. Puede ser antiquísimos:
para reciclarlos hay que modernizarlos.
En fin, provocar la risa de los demás es...
¡algo serio!
La inscripción
de Isernia.
(claudio
bosio / puntodincontro.mx / adaptación y
traducción al español de massimo barzizza)
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