Entre versiones reales y alteradas de la cocina mexicana, a menudo mezcladas con el concepto de Tex-Mex, es frecuente la presencia del queso —sobre todo fundido o con ingrendientes cremosos— en la preparación de algunos platillos icónicos. Se trata de un elemento que ha sido replicado innumerables veces en la gastronomía estadounidense y que, a su vez, ha servido como trampolín para proyectar una imagen híbrida de las especialides culinarias del único país latino de Norteamérica.
Así, preparaciones como “Chile pasilla con queso”, “Cheese Fries”, “Frijoles refritos con queso” y otras se han convertido en la bandera de una mixtura cultural y alimentaria que ha ganado popularidad entre los elementos representativos de los territorios del sur de los Estados Unidos y del norte de México.
En este contexto, la presencia del queso fundido pudo haber sido uno de los factores facilitadores para la difusión de la pizza estilo estadounidense, ampliamente distribuida entre el gran público del país latinoamericano a través de cadenas como Pizza Hut, Domino's y otras.
Y, aún hoy, pese a la cada vez mayor presencia de restaurantes italianos en tierra azteca, resulta difícil para el consumidor promedio concebir la existencia de una pizza sin queso.
Sin embargo, en el siglo XVIII una de las primeras aplicaciones culinarias del mexicanísimo jitomate en la península italiana —tras décadas de vicisitudes europeas de diferentes índoles— fue precisamente la “pizza alla marinara”, en la que no está presente ningún ingrediente de origen lácteo.
Según los testimonios más conocidos, esta especialidad nació en 1721, en una Nápoles ya extensa, con un comercio floreciente y bien estructurado en el que abundaban los productos del mar que eran llevados a los bancos del mercado por los pescadores locales.
Todos se conocían en esa ciudad romántica y entraban en contacto diferentes profesiones: el cocinero con el carnicero, el verdulero con el vaquero y el panadero con los navegantes.
La Marinara nació precisamente del encuentro entre estas dos profesiones.
Se dice que los pescadores, antes de iniciar la noche en el mar, buscaban una comida buena, caliente, barata y rápida para llevar al estómago.
Desde algún tiempo, una pizza en boga en la ciudad había dejado su huella en el paladar de los napolitanos: la Mastunicola —un producto similar a una schiacciata, aderezado con aceite de oliva o manteca de cerdo, queso rallado y albahaca— ya se vendía desde algunos años.
Por eso, para satisfacer el gusto de los marineros, se añadió pescado —anchoas, concretamente— junto con alcaparras, orégano y aceitunas negras de Gaeta.
Esa parece haber sido la primera, auténtica, Marinara.
Pero, incluso en aquellos tiempos, los productos del mar se vendían a un precio elevado y solo las clases más pudientes podían permitirse esa comida.
Entonces, un panadero que tenía su tienda cerca del puerto, harto de las quejas por la falta de imaginación en los condimentos, decidió agregar algo que no afectara el precio, pero mejorara el sabor.
Y así apareció el ajo, cortado en trozos pequeños.
Esa exitosa preparación ya no era una costosa pizza a base de pescado, sino un alimento compatible con los almuerzos humildes de los pescadores locales.
Pasaron los años, alrededor de diez, y en las mesas de los napolitanos se empezó a difundir el rey de la cocina, su majestad el jitomate. Se puso de moda comerlo y cultivarlo y la gente competía para incluirlo en los recetarios. Fuie así que, a partir de 1734, se añadió la salsa de lo que Hernán Cortés había conocido 200 años antes como xitomatl y, desde entonces, la receta de la Marinara se ha mantenido inalterada.